Los
viajes son siempre una de las principales fuentes de anécdotas, y como no, un
par de días en Bélgica se convierten en el escenario perfecto para el
surrealismo.
Aprovechando
las Pfingstferien o vacaciones de
Pentecostés (sí, estos alemanes tienen bastantes días festivos, al menos en la
universidad) cogimos uno de estos vuelos baratitos a Bruselas.
Mar de nubes (foto un poco postureo) |
El
surrealismo ya empezó antes de salir, cuando el día de antes pretendiste ir a
clase y te encontraste la universidad cerrada. Parece que lo de que el lunes de
Pentecostés es festivo es tan evidente aquí que ni lo ponen en el calendario
académico. Y aquí los días festivos se los toman muy en serio, es decir, que está
absolutamente todo cerrado y eso de las tiendas de desavío o de 24 Horas en tu
querido Friburgo aún no lo han inventado.
Tras
el temor inicial de pasar una semana a base de arroz o de tener que hacer la
compra de la semana en Bélgica, tus compañeros de piso te confirman que el
resto de días sí que abrirán las tiendas. Aliviadas, el día del viaje buscáis
un sitio donde imprimir la reserva del alojamiento, pero parece que eso de
imprimir no se lleva o algo, porque el único sitio cerca de la estación donde
poder imprimir es un muy poco acogedor locutorio, donde además se encargan de estafaros cual
guiris recién llegadas. Un comienzo muy prometedor.
Después
de hora y media de trenes y buses (única combinación posible si no quieres que
llegar al aeropuerto te cueste más que el propio billete de avión) lográis llegar
al aeropuerto de Basilea para vuestro vuelo a Bruselas de unos escasos 45
minutos.
Grand Place, gran primera impresión |
Pese a todo, y debido a unas cuantas vueltas de más por el aeropuerto
y la ciudad, llegáis al hostel casi seis
horas después de salir de casa. Era una especie de aparta-hotel bastante
céntrico y aparentemente bien equipado. Al día siguiente descubriríamos lo
equivocadas que estábamos al respecto.
Tras
salir a dar una vuelta y ver la
impresionante Grand Place iluminada,
decidimos intentar cenar algo y
pudimos constatar que el concepto de “sobremesa” sólo existe en España. Que los
camareros os miren mal y os empiecen a quitar las cosas de la mesa antes de que
acabéis con un afirmativo “C’est fini”
parece formar parte de la “simpatía” local.
El Atomium, al final mereció la pena la paliza para llegar |
Al
día siguiente, tras una muy agotadora jornada pateando toda Bruselas sin parar (creo
que para estar un día lo vimos casi todo) y lograr entrar “de extranjis” en el
Parlamento Europeo (las cosas buenas que tiene el surrealismo y las
casualidades de la vida), regresamos al
hostel con la intención de poder cenar unos bocatas allí (como estudiantes hay
que ahorrar costes).
¡Ilusas
de nosotras! ¿Por dónde empezar? Dejémoslo en que “casi” le prendemos fuego a
la habitación. El concepto de tostar un poco el pan, dio lugar a una llama. Sí,
una llama de verdad, no humito ni tonterías.
Nuestra maravillosa cultura sobre
pelis en las que hay incendios nos permitió solventar la situación, aunque a la
toalla del cuarto de baño no creo que le pareciese tan buena idea.
Cerveza del Delirium, parada obligatoria (y más aún si has sido atacado por una tostadora) |
Una vez
superado el susto inicial y aireada la habitación (que seguiría oliendo
bastante a chamusquina), decidimos proceder a cenar, pero se ve que el
frigorífico había decidido congelar nuestra comida, puede que como contrapunto
al pan carbonizado. Por si fuera poco, el microondas no funcionaba, así que
nuestra cena fue lo que pudimos salvar del pan, algo de queso y unos gofres de
paquete del 24 Horas (que, por suerte, en Bruselas sí que existen).
Menos
mal que no hay nada que una cerveza en el Delirium no logre arreglar, visita
obligada de Bruselas para recobrar fuerzas y llegar a la conclusión de que
nuestra habitación es como la de la peli “Esta casa es una ruina”. Al día
siguiente tocaría visitar Brujas y Gante y volar de vuelta, y haría falta mucho
café para sobrevivir a todo lo que nos esperaba y a la odisea que se nos venía
encima.
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